Cuentos - El correo de Madrid

Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate,
¡así... no te querrán!
Gustavo Adolfo Bécquer.


Cuando él llegó, ya no había nadie en la estación. Candela se había ido, como se marchan esas heroinas de película o de novela, con la azarosa creencia de que nunca serán olvidadas y de que en el fondo, volverán.
Pero nunca vuelven, y eso lo sabía muy bien don Serafín, un boticario compungido y cincuentón, que había visto cómo el amor de su vida, Candela, se había ido en el correo de Madrid. Eran las 12:30 cuando por fin se había aventurado a ir hasta la estación. Para entonces, Candela, ya estaría lejos, muy lejos, pero una extraña fuerza le impulsaba hasta allí.

Candela, sentada en un banco de la estación, con su sola maleta, triste y astrosa, por único equipaje, esperaba el tren. Sabía que Don Serafín no vendría a despedirla y que su despedida de la otra noche era ya un adiós definitivo. La verdad es que, don Serafín había sido muy bueno con ella, especialmente los jueves por la noche. Era muy serio y decía cosas sin sentido y hasta a veces disparatadas, atronadores disparates que a Candela le sonaban a chino, como lo que explicaba de la química y de la física y no se que clase de poetas. Normalmente, hablaba mucho, como si nadie le escuchara durante días y días, como si sólo Candela supiera escuchar a aquel hombre que se pasaba las horas del día rodeado de potingues y lociones. Suponía que no había venido a la estación por el qué dirán, y sobre todo por el que le dirán a su mujer, una beata ampulosa, que se pasaba la vida rezando el rosario. Lo imaginaba en su rebotica, encerrado, tratando de mitigar la gruta de desamparo que su marcha le producía. Si te marchas, qué va a ser de mí, le había dicho el último jueves, con el sombrero en la mano.
Irse a trabajar a Madrid, a una casa mejor y con más solera, donde llegado el tiempo pudiera por fin retirarse, era todo un acontecimiento en su vida. Por primera vez salía de su pequeña ciudad natal, aunque debido a sus orígenes, se podía decir que había nacido en los caminos. Algo sabía de interpretar el arte de las cartas, que lo había visto hacer a su tía Francisca, y las cartas le hablaban de un gran porvenir. Madrid era su gran meta, atrás sólo quedaban una infancia dura y don Serafín, el único hombre que había sido bueno con ella.
Los jueves por la noche don Serafín llegaba, siempre algo tarde, a la casa de madame Carola. Tomaba un anís mientras departía con Francisco, el pianista, un tipo extraño con el que gustaba de charlar mientras esperaba que Candela acabará con su último cliente. En el casino todos sabían que don Serafín, tenía una especial fijación por Candela La Opulenta, como se la conocía desde que trabajaba en la casa de la Carola. La Candela era una gitana, de muy buen ver y carnes consistentes, que durante unos años había traído de cabeza a lo mejorcito de la ciudad. Pero un buen día, nadie sabía porqué, la Candela posó los pies en casa de la Carola, y todos conocieron, por fin, las secretas carnes que aquella hembra había guardado para sí durante tanto tiempo.
Don Serafín la había conocido, precisamente un jueves, de recién llegado a la ciudad proveniente de un pueblecito del norte, de donde era su mujer. Los compañeros del casino, encabezados por don Jesús, el secretario del Ayuntamiento, se habían ofrecido a mostrarle todos los lugares de la ciudad que, todo hombre de pro, debía conocer y frecuentar.

La verdad es que don Serafín, en un principio reacio a tal comadreo, se fue familiarizando en frecuentar siempre los mismos lugares, siempre con las mismas gentes, y le cogió gustillo al asunto, especialmente a la casa de la Carola. En ella conoció a dos personas que habrían de cambiar su vida insulsa y monótona hasta entonces. Primero conoció a Francisco, el pianista, un extraño personaje que escondía, todas las noches su cuerpo tras un enorme piano de cola que madame Carola hacía haber pertenecido a un alto comisario político de la difunta República. Después, esa misma noche de jueves, la vió aparecer bajando las escaleras con su cuerpo robusto y hermoso, tersa como el verano que se venía encima. Entonces quiso preguntar su nombre y saber de ella, pero don Jesús, como buen cicerone, le dijo:

- Esa es Candela, La Opulenta.

Más tarde empezó a saber cosas de ella, unas veces se las explicaba don Jesús, cliente asiduo de Candela, y otras Jeremías, el del Colmado, que de chismorreos y malas lenguas sabía un rato.
Supo que era gitana, que sabía leer en las cartas, en la palma de la mano y en los posos del café, además de adivinar los deseos libidinosos de toda una sociedad.

En un principio no se atrevía a dirigirse a ella, unas veces por miedo y otras por indecisión. Para cuando había conseguido vencer a unos y a otros, Candela subía la escalera con algún conciudadano suyo. Hasta que un martes, después de mucho merodear por casa de la Carola haciéndose el desentendido y tras muchas conversaciones con Francisco, con quien había llegado a intimar, conoció a la Candela.
Esa noche no subió con ella, no. Y no fue por falta de ganas, porque la moza gustarle, le gustaba. Pero no subió con ella. Hablar, hablaron mucho y de muchas cosas. Serafín dijo cosas que jamás hubiera creído llevar dentro, palabras extrañas, como mucho más jóvenes que él, y sobre todo más puras e íntimas que las que nunca había utilizado.
Candela, tomándole la mano izquierda, le dijo que veía en su vida un viaje, un viaje en tren, pero que parecía que nunca lo llegaría a realizar, porque lo veía solo, sentado en un banco, bien vestido, como a punto de partir, pero con mucha impaciencia en los ojos, como si algo profundo y desconocido le impidiera tomar ese tren.

Un tiempo después de esa primera vez en la que Candela le leyó la mano, Francisco, el pianista, desapareció por completo. Para unos moriría unos meses más tarde, hacia finales de octubre, en un altercado con la polícia; para otros, entre los que se encontraba don Serafín, se había enamorado perdidamente, a sus cincuenta años, de una nueva pupila de madame Carola, de las de cinco duros. Pero la moza no le hacía mucho caso, ni a él, ni a su música. Y así fue como llegaron a la conclusión, gracias a Candela, de que el pianista se había muerto de amor, aunque ya nadie se moría de eso, sino de hambre, del tifus o de la tuberculosis.
Una madrugada de abril, Candela se lo había encontrado, tendido sobre el piano, tieso como un palo de escoba y como tratando de proteger su música con un abrazo. Candela no se cansaba de repetir que junto a él había una moneda de cinco duros y una cuartilla manuscrita con un poema. Según se supo más tarde, debido al buen criterio y mucha ciencia del señor Lorenzo Cascales, ilustre poeta local, Francisco, el pianista, no sólo no era poeta, sino un mal plagiador de Bécquer.

¿Y qué me dice usté, señó Serafín? Qué no me llames de usted, Candela, hija. Pues, vera usté, qué yo le digo que don Francisco, que en paz descanse, era un poeta ademá de un músico, qué escribía versos como el señor Lorenzo Cascales. Y qué me dice de los cinco duros. Qué quería pagar como todos, hija, qué hasta los poetas pagan hoy en día, pero qué no le dió tiempo.
Verás Candela, los poetas en el amor, como en todas las cosas de la vida, persiguen la química, el estado puro de todas las cosas, y no la física, porque la física la pagan como todo hijo de vecino. Ellos buscan la química, una clase de química malévola y benéfica, a un tiempo, que sólo en muy contadas ocasiones pueden producir las palabras. Porque los poetas, a mi modesto entender, son como niños que buscan un vértigo extraño y mal calculado en todas las cosas que contemplan, de ahí su gracia. Eso mismo produzco yo cuando combino elementos para conseguir crear otra cosa, y eso es lo que he encontrado en tí: una extraña conjunción de elementos que sólo producen el amor y el deseo sabiamente mezclados...
Sí, Candela, para ellos la realidad es otra cosa distinta de esta existencia ordinaria que nosotros llevamos, para ellos su realidad debe ser, como para mí, contemplar en noches largas como esta, tus hermosos pechos desnudos y abrigar en ellos mi sueño. Pero son muy pocos los que llegan a alcanzar esa inefable química, ese ácido acetilsalicílico que les enerva el alma... Por eso mismo, Candela, yo no creo que el señor Francisco fuera un poeta. Sí que algo de poeta había en él, no nos engañemos, como en todos nosotros.

Candela, la mayoría de las veces no entendía, no comprendía las palabras que su boticario enamorado le dedicaba. Ella sólo entendía lo que le decían las cartas sobre aquel hombre.
Las cartas no le habían mentido nunca. En ellas distinguía a las personas y los caminos que habían de seguir. Pero en cambio, la figura solitaria de su querido boticario, aparecía algo oscura, velada en la misma esencia. Sólo una cosa estaba clara, que nunca la seguiría.

En la estación habló con Jacinto, el Jefe de Estación, de muchas cosas y del correo de Madrid. Luego, cuando se quedó otra vez a solas, encendió un pitillo y se sentó a esperar. Pero él sabía que Candela nunca volvería, porque las mujeres como ella nunca vuelven. Y también sabía que regresaría a su casa más solo y triste de como había venido a la estación, y que tendría que escuchar el sermón de su mujer por haber dejado solo en la botica a Carlitos. Qué dónde te has metido con la gente que había, que qué rostro tienes dejar solo al chico con los tiempos que corren, qué si ya me lo decía mi madre, qué no te cases con ese, qué es un poca chicha...
De pequeño siempre le había gustado ver pasar a los trenes, alejarse con su estela de humo negro y los rostros fugaces que se perdían tras sus ventanas. Ahora, a sus cincuenta años, le producían pavor. Los trenes se llevaban a las personas queridas, las alejaban poniendo tierra de por medio y hacían que las perdiéramos para siempre. Ahora los trenes le hacían sufrir.
Se preguntaba si Jeremías, que todo parecer saberlo, podría contarle la marcha de Candela cuando viniera a la botica, o mejor, se pasaría él por el colmado, con excusa de comprar algo para su mujer, e intentaría sacarle algo a ese siete lenguas.


La noche que le había anunciado su marcha algo se había roto dentro de él. De pronto se había sentido como un niño, tonto y azorado, en el patio del colegio y a la hora del recreo. No supo que decir ni que hacer. Dió su marcha por una decisión incuestionable. Ese azoramiento lo acompañó unos cuantos días, hasta que, no sin disgusto, consiguió admitirlo. Candela se iba, y se iba para siempre.
Las noches siguientes fueron todas iguales, de un amor y unas palabras rutinarias, acostumbradas y ordenadas, que aún le llenaban de más pesadumbre. No atendía a nadie, se perdía en extraños pensamientos y en acciones desesperadas impropias de un hombre de sus años, pero lo cierto era que Candela se iba. Sus famosas pócimas y ungüentos no le hacían conciliar el sueño, y mientras oía roncar a su esposa ante la mirada siempre atenta del Sagrado Corazón de Jesús, pensaba en irse con ella, en abandonarlo todo y empezar de nuevo. Pero sabía que todo eso no eran más que necedades de viejo boticario, y que lo suyo era escuchar eternamente los ronquidos de su mujer. Ya no habría más jueves, y si los había, serían distintos.


Encendió otro pitillo mientras seguía sentado, esperando que algo sucediera. Pero no pasó nada, porque en la vida nunca ocurre nada, todo es gris y cotidiano. Miró el reloj, era tarde y tendría que regresar a su casa. Se miraba la mano que sostenía el cigarrillo, como la mano que había acariciado tantas veces a Candela, como una mano que ella había enseñado a amar y que ahora solo podría sostener tabaco.
Las vías, bañadas por un tierno sol primaveral, parecían indicarle el brillante rastro que había ido dejando Candela para que él lo siguiera. Y se veía dentro de unos años, sentado en ese mismo banco, mirando las vías y esperando tener valor para tomar el camino que le marcaban. Pero hay caminos que nunca llegamos a recorrer, se decía, mientras se consumía tristemente el cigarro.

Sabía que a partir de ahora, y durante todos los días de su vida, él, don Serafín el boticario, como se le conocía entre sus convecinos, vendría a ver partir el correo de Madrid. A lo mejor, a fuerza de verlo irse, se decía, se me va el vértigo que me produce el tener que dejarlo todo para ser uno mismo. Pero conocía de sobras que hay vértigos que nunca se pierden.
Acabándose el cigarrillo miró la hora. Era tarde. Rosario, su mujer, y Carlitos, su único hijo, le estarían esperando para comer. Se levantó del banco y, con un desesperado aire de melancolía, empezó a caminar hacia la salida. Se sentía más viejo que nunca, como si le pesaran ya los años por venir. Antes de salir, se volvió hacia atrás, y tal vez pensó que la esperanza es lo último que se pierde, y que ella aparecería, así, de repente. Pero en la estación no había nadie. Qué lejos estaba Candela, y para siempre.


Dos semanas más tarde, Jacinto, el Jefe de Estación, se encontró a don Serafín, como cada día, sentado en un banco de la estación. Se había ido el correo de Madrid. Jacinto se acercó y le ofreció un cigarro, pero don Serafín ya no contestó.

M. de Diostu.

Sent by M. de Diostu Sent by M. de Diostu on 12/13/2003 at 02:07 GMT | read 93 times
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M. de Diostu (1938-1973), fue un escéptico y sentimental poeta aragonés que murió un 31 de abril en los Campos de Montiel. Dicen que murió recitando a Gerard de Nerval mientras bebía una copa de absenta. Su vida se resume en su único viaje a París de donde regresaría para encerrarse en un pueblo perdido de La Mancha. Su obra, aquella que no fue pasto de las llamas, se limita a un relato (?El correo de Madrid?), algunos poemarios (La Bella Belerma y Las noches de Montesinos ) y una única novela, La mentira más bella jamás contada, donde nos habla del triste itinerario vital que recorrió en sus últimos años.

Comentario Sent by Manel on 12/13/2003 at 02:19 GMT

Por unos instantes me ha recordado la sensación de tener un libro de García Márquez o Victoriano Alonso en las manos. Estoy ansioso por leer más a M. de Diostu...

Comentario Sent by Xose on 12/15/2003 at 20:44 GMT
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