Cuentos - Muerte en la sesión de las diez
El cuerpo
A Antonia le repugnaba su trabajo, pero era lo único que había podido conseguir. Con cincuenta y muchos años, sin estudios, con ?toda? la experiencia que te pueden dar 40 años de ama de casa... ¿qué otra faena podría haber encontrado?. Lo que más coraje le daba es haber aguantando todos esos años a un redomado inútil en casa, criando parásitos, para acabar así. Antonia odiaba el trabajo, el sitio, las bromas que tenía que soportar en el mercado y sobre todo odiaba a los clientes. Los odiaba porque eran como su marido, porque seguramente tenían una mujer en casa haciéndoles la comida y lavándoles los calzoncillos mientras ellos estaban aquí haciendo porquerías.
Dios sabe que muchas veces había pensado lo peor: ojalá se pudran todos en el infierno. Cuando esa tarde entró en la sala y vio la figura del hombre en la butaca, de espaldas a ella, se extrañó. La gente no iba allí a dormir. Le dijo que la función se había acabado, que saliera de la sala porque tenía que limpiar. Pero el hombre ni se inmutó. Se acercó a él y descubrió que tenía los ojos y la boca abiertos, la lengua ligeramente fuera. En su cara una mezcla de sorpresa y tristeza. Antonia pensó que le había dado un infarto. Castigo divino. Después se fijó en la camisa manchada de sangre y el punzón clavado en el vientre.
El inspector
El inspector Piñeiro llegó al cine pasada la una de la madrugada. Era su cuarta noche de guardia y por fin pasaba algo. No hubiera podido soportar una sola noche más delante del pequeño monitor de comisaría viendo el canal teletienda. En el cine le esperaban dos policías, el dueño, el taquillero y la señora de la limpieza. Después de las presentaciones se dirigieron a la sala de proyección. El cadáver continuaba sentado en su butaca, con la misma cara de tristeza. Piñeiro procedió a revisar el lugar del crimen mientras uno de los policías tomaba nota.
La víctima era un hombre de unos 60 años, pantalón azul y camisa barata. Gastaba barba de varios días y barriga cervecera. Estaba perfectamente sentado, con los brazos caídos a cada lado de la butaca. En el lado derecho del vientre, bajo las costillas, un punzón clavado en el centro de una mancha roja. Todo parecía indicar que había muerto desangrado, lo que no cuadraba demasiado con el lugar del crimen. ¿Por qué no había pedido ayuda? No había señales de forcejeo y, en principio, ninguno de los otros clientes se había percatado de nada. Ni siquiera el interés por la película podía explicar eso. Con los guantes de látex puestos, Piñeiro rebuscó en los bolsillos de la victima más información sobre su identidad. Del bolsillo derecho del pantalón, sacó una cartera de falsa piel manchada de sangre. Dentro de la cartera había un billete de diez euros, algo de calderilla, un papel arrugado con un número de teléfono y el carné de identidad.
La víctima se llamaba Francisco Camps Castro, nacido en Gavá, 62 años. Por lo menos tenían por donde empezar. Ordenó al policía que buscase información sobre la víctima y que investigase el teléfono apuntado en el papel. Después se reunió con el dueño del local y el taquillero.
Evidentemente en un negocio como ese la discreción es una máxima. Y eso era todo un problema para Piñeiro. Los clientes pagaban, entraban, miraban y salían. Siempre con la cabeza baja y sin decir ni media palabra. Aquí nadie conocía a nadie. El taquillero hacía su trabajo y punto. No era un trabajo gratificante, pero tampoco cansado. Aun así fue capaz de darle algo de información sobre la víctima. No era un asiduo, de hecho no le había visto por el cine hasta una semana atrás, pero durante esta semana recordaba haberle vendido la entrada por lo menos en tres ocasiones, siempre para la misma función, la de las diez. A esa hora ponían la nueva película de Conrad Son, ?Les excursionistes calentes?, la primera película porno catalana. Sobre el resto de clientes poco le pudieron decir. Piñeiro llegó a un acuerdo con el dueño del local para poner un policía de incógnito junto al taquillero a fin de identificar a algún cliente de esa noche que pudiera volver por el cine. El dueño no pondría obstáculos a ninguna medida mientras no le cerraran el local.
Las dos noches siguientes se identificó a dos de las personas que habían estado en la sala la noche del crimen. Dos pobres hombres que se dejaban lo poco que ganaban en lugares como ese. Piñeiro se dio cuenta en seguida de que esa era una vía muerta y centró sus esperanzas en el entorno de la víctima.
La viuda
La mujer de Francisco Camps se llamaba Soledad Gutiérrez. Vivía en un bloque que amenazaba ruina en el centro del barrio chino. La especulación inmobiliaria se había cebado a su alrededor y su edificio no duraría demasiado. Soledad no trabajaba y la pensión que le quedaría por la muerte de su marido era para ponerse a llorar. Piñeiro fue a hablar con ella tres días después del asesinato. En esos casos era mejor dejar pasar unos días antes de molestar a la familia. La encontró fregando la escalera y llorando. La viuda le explicó que su Paco trabajaba de peón en las obras de la rambla, no cobraba mucho pero siempre habían conseguido salir adelante. Mientras lloraba y pasaba la mopa al comedor le explicó que su Paco nunca había tenido suerte. Siempre buscando pan en los ladrillos, madrugando más que Dios y plegando a las tantas.
Mientras Soledad lavaba los platos en la cocina, Piñeiro aprovechó para echar una ojeada al comedor, aunque no había mucho que mirar. Un sofá de dos piezas y una pequeña butaca. Una televisión en color Philips que por lo menos tenía 20 años. Una pequeña mesa redonda de alas plegables con dos sillas, y un armario de madera negra junto a la puerta de entrada. En el armario, junto a un juego de café, una vieira recuerdo de Santiago, un escudo de Burgos hecho de pasta de madera y dos fascículos de una enciclopedia que regalaba un diario local. En el estante central sus ojos se detuvieron ante una foto del matrimonio con una niña pequeña sonriendo entre los dos. A su lado otra foto de la niña ya adolescente, con cara de ?que poco me gusta que me hagan fotos?. Soledad entró en el comedor y se quedó de pie a su lado mirando la foto. La niña era la Montse, su hija. La foto era de cuando hizo los 17, ahora tenía 21. Piñeiro le preguntó cómo era que no estaba con ella en esos momentos y la viuda nuevamente se puso a llorar. Al parecer la Montse se había marchado de casa tres años atrás y no habían vuelto a saber nada de ella. Su padre había sufrido más que nadie. Soledad llegó a temer que jamás se recuperaría, pero dicen que el tiempo lo cura todo.
Soledad le explicó, mientras limpiaba los cristales de la ventana, que su Paco era un santo. No se explicaba qué hacía en ese cine cuando le mataron. Era cierto que últimamente estaba un poco raro, pero había tenido problemas en el trabajo y Soledad prefería no molestarle con esas cosas mientras estaba en casa. Su Paco era un buen hombre. Nunca se entretenía en el camino de vuelta, siempre había hecho lo imposible por alimentar a su familia y él mismo hacía los apaños de la casa. Su único placer era ir a ver el partido del Plus los domingos por la tarde en el bar de la esquina mientras se tomaba unas cervezas.
A Piñeiro su olfato le dijo que allí tampoco encontraría nada y que, a pesar de los apaños del difunto, el piso era una ruina y a la viuda le esperaban tiempos difíciles. Se despidió de ella dejándole una tarjeta con su número de teléfono, por si se acordaba de algo que pudiera ser interesante o simplemente necesitaba ayuda y se marchó por las escaleras, dejándola en la puerta limpiando el timbre con un trapo y llorando como una Magdalena.
La película
La primera noche libre en una semana y no podía dormir. Piñeiro estaba estirado en su cama sobre las sábanas. Llevaba dos horas dándole vueltas al caso del cine porno. No había pistas, ni huellas, ni móvil. No había encontrado relación entre la víctima y los pocos clientes de esa noche que habían podido identificar. El teléfono apuntado en el papel que encontró en su cartera había resultado ser el de su propia casa. Al parecer nunca había podido acordarse de él.
El calor era insoportable y el ventilador para lo único que servía era para hacer ruido. Después de muchas vueltas decidió por fin salir a pasear y, ya puestos, investigar un poco, por si se le encendía alguna bombilla y le iluminaba las ideas. Cuando llegó al cine saludó al taquillero con una leve inclinación de la cabeza. Le dijo que entraba un momento en la sala a comprobar unos detalles, que no hacía falta que parase la reproducción. Una vez dentro se sentó y se puso cómodo.
En la pantalla un hombre y una mujer hacían el amor entre dos rocas en una posición inverosímil. Contra la imagen se recortaba la silueta de dos espectadores más de la sala. Evidentemente era imposible reconocer a nadie en esas condiciones, esa oscuridad podría ser propicia para asesinar a alguien, pero el asesino corría el riesgo de equivocarse de víctima. Piñeiro se entretuvo un rato dándole vueltas a esa posibilidad. En la película la cámara se recreaba en centro de la acción mientras unos ridículos jadeos llenaban la sala. El inspector tuvo que reconocer que la visión era estimulante. La chica en cuestión tenía un trasero espectacular y unos pechos llenos y morenos. El hombre continuaba dándole al asunto mientras Piñeiro tenía la vista fija en el balanceo de los pechos de la protagonista. Después la cámara hizo un primer plano de la cara de la actriz, brillante de sudor y con los labios pintados.
Su primera reacción fue pensar que jamás había visto una excursionista con los labios pintados. Después una segunda imagen le golpeó. Piñeiro tenía delante la razón de la resolución del caso. Ahora todo estaba claro. Poco a poco se imaginó el tormento que había sufrido la víctima los últimos días de su vida. Quizá los problemas del trabajo le había llevado a ese cine, quizá alguien le había comentado algo. Una vez allí el encuentro, inesperado o no; después dos visitas más. Seguramente el recuerdo de las imágenes le torturaba durante todo el día. No tenía por qué haber pasado nada de eso, pero Paco nunca había tenido suerte.
Allí delante, en la pared iluminada por el haz de luz del reproductor, la pequeña Montse se ganaba el pan con su sudor, igual que había hecho su padre durante toda la vida.
NOTA:
Esta historia es de ficción. Conrad Son es una persona real, productor de cine entre otras cosas. Él es el responsable de la primera película porno rodada en catalán: "Les excursionistes calentes". A parte de este detalle, cualquier otro parecido entre la historia y la realidad es pura coincidencia. El autor no conoce personalmente a Conrad Son y por supuesto no tiene ni idea de la vida privada de los protagonistas de sus películas.
Un buen planteamiento, pero creo que el final está resuelto de forma un tanto precipitada. No veo cómo concluye el caso, y mucho menos qué ocurre con la navaja clavada en el costado.
Por cierto, en la nota, no aclaras si has visto la película :)
Efectivamente sufro de finalización precoz. No es la primera vez que me pasa. Soy consciente de que en el momento de acabar una historia uno de los aspectos por repasar y ampliar siempre es el final.
El asesinato no es tal, sino un suicidio, pero reconozco que la navaja disona un poco y engaño (o confundo al lector) con determinadas palabra que repito durante la historia (asesinato, víctima,...). Pero era importante que fuera en el cine donde se suicidara y no podía utilizar un arma de fuego ni dejar que se cortase las venas, demasiado evidente. ¿No?
Y no, no he visto la película :(