Cuentos - La caída

Hace días que estamos aquí agazapados, encogidos bajo este frío demoledor, esperando la orden de nuestro sargento para atacar. La trinchera es un socavón inmundo donde el barro y los excrementos de los que vivimos en ella se mezclan en una pasta verdosa y maloliente. En la última semana tan sólo en un par de ocasiones hemos podido ver el plomizo cielo de la estepa a través de la espesa cortina de niebla que parece leche. Continuamente pasan mensajeros del mando ante nuestros ojos. Les vemos correr agachados, esquivando nuestros pies y fusiles. Buscamos con la mirada en sus bolsillos o entre los pliegues de su chaqueta un trozo de papel con nuestro futuro escrito en él.

El miedo a que nuestra posición sea descubierta nos mantiene callados la mayor parte del tiempo, sumidos en nuestros pensamientos, sin mirarnos apenas los unos a los otros. Tan solo unos pocos afortunados pueden dormir, el resto repasamos infinitas veces nuestras vidas. No somos soldados, algunos ni siquiera llevan uniforme. El hombre que tengo enfrente y que ahora tiene la mirada perdida en un charco de orines trabajaba en los astilleros. El camarada que tengo a mi derecha y con el que comparto el poco tabaco que me queda afirma que es escritor y mata el tiempo garabateando cada centímetro cuadrado de papel que cae en sus manos. Yo era barquero en el río, ese río que ahora nos separa de las líneas enemigas. Recuerdo como nuestro sargento nos gritaba lo orgulloso que estaba de todos y cada uno de los hombres del primer ejército de guardias. Junto a él el comisario no parecía sentir lo mismo.

Por fin recibimos la orden de prepararnos para atacar. Es 16 de diciembre. Esta mañana un viento cargado de hielo ha empezado a soplar desde el nordeste. Los témpanos que desde hacía un mes navegaban el Don provocando al chocar rumores de una lejana tormenta forman ahora parte de la cicatrizada piel del río. Hace tanto frío que el suelo suena metálico bajo nuestras botas, unos cuantos picamos las paredes para poder escalar la trinchera. Ante nosotros tenemos al VIII ejército italiano, aunque eso poco importa. Nuestras órdenes son abrir una cabeza de puente por donde puedan pasar los T-34 y atravesar las líneas enenigas. A la orden todos salimos en silencio de las trincheras y nos ponemos a correr frenéticamente hacia el río. Aún no se oyen disparos. Cuando llegamos a la orilla nos lanzamos sin pausa sobre la nieve que cubre la superficie helada del Don.

Comienzan a oírse los primeros reniegos de los que resbalan y caen. A mi derecha suenan disparos. Ya solo queda correr. Al llegar a la orilla me abalanzo con rabia sobre el aún invisible enemigo gritando a todo pulmón. Veo como a mi lado un hombre cae de espaldas e inmediatamente oigo el trueno de un disparo. Están cerca. Preparo mi fusil y disparo a la primera sombra que aparece en la niebla.Tiro de la manija de mi arma y busco plomo en mi cartuchera sin dejar de correr. Introduzco la bala, cierro el compresor y vuelvo a apuntar con el brazo izquierdo sujetando el cañón. Entonces noto el golpe y casi pierdo el equilibrio. Pero continúo corriendo y descargo nuevamente el fusil. Esta vez veo como la sombra cae. Me preparo para recargar cuando siento un intenso dolor en el pecho. Los pulmones me arden y noto que no puedo respirar. Instintivamente me llevo la mano al pecho. Está húmedo y caliente. No tiene buena pinta.

Los últimos pasos de mi carrera los doy entre tropezones. Ya no miro al frente y el suelo está lleno de cuerpos que se recortan negros contra la nieve. Algunos de mis camaradas corren aún hacia la trinchera italiana, hundidos hasta las rodillas allí donde el suelo no se ha helado. Poco a poco la imagen se vuelve difusa, irreal. A mi alrededor todo toma la textura del papel fotográfico, granulado y ligeramente amarillento. Entonces empiezo a caer. Me da la impresión de que todo se detiene de pronto, las piernas ya no me responden. El suelo cae hacia mí, pero muy lentamente. Veo mi brazo estirado hacia delante para evitar el golpe. Puedo ver el vello de mi mano, la mugre acumulada en mis uñas. Compruebo con horror como los piojos huyen de mi cuerpo en manadas. La piel tiene un color ceniciento e imagino que la sangre se congela en mi pecho. Mientras caigo me doy cuenta que ya no noto ni frío ni dolor.

...

Después veo como pasa el tiempo. Llega la primavera, la nieve se funde en la plaza y las flores saludan a los primeros rayos de sol. Este será un verano cálido y los árboles lo celebran adelantando los colores del otoño que vendrá. Al rato vuelve a hacer frío, cae la primera nevada y vuelve la espesa niebla. Hacia finales del invierno la gente comienza a salir a la calle. Se la ve más alegre y supongo que la vida, pese a todo, continúa. La fiesta del solsticio llena la plaza de paradas de verduras y feriantes. Las mujeres llenan la plaza a voces con las bondades de sus frutas, los payasos se hacen rodear de sonrisas, los adolescentes cuchichean cerca de un grupo de chicas echándose furtivas miradas. Los hombres, bajo las arcadas del sur de la plaza, hablan en silencio, serios, dirigiéndo miradas desconfiadas a su alrededor. Una paloma blanca viene a visitarme durante el largo y plácido otoño. Se posa sobre mi brazo estirado y se arregla las plumas con el pico mientras quizá me explica lo maravilloso que es poder volar. Después vuelven el invierno y la primavera, el verano y sus fiestas, el tranquilo otoño y después 1946, 1947, 1948...

Entonces, un verano, la gente comienza a reunirse en la plaza. Leen papeles, gritan y vitorean. Durante las siguientes semanas continúan reuniéndose a mi alrededor. Cada vez son más y pronto aparecen soldados en las entradas de la plaza. Los manifestantes parece que les temen y se disgregan. Pero un día la gente llena la plaza. Es casi otoño y cae una ligera lluvia. Uno de los manifestantes se sube al pedestal junto a mi y me tapa la cara con un saco. Oigo disparos y gritos, gente corriendo e insultos, más disparos, después silencio. Durante unos minutos estoy expectante bajo la tela del saco. Después noto como alguien vuelve a subir al pedestal y retira la tela de mis ojos. Ante mí decenas de personas yacen en el húmedo suelo de la plaza. Algunos soldados se pasean entre los cuerpos comprobando si queda alguien vivo. Veo como uno de ellos dispara a una mujer que le pedía ayuda con el brazo estirado y los dedos crispados agarrándole la pernera del pantalón. Veo a un niño correr hacia la mujer, las mejillas sonrojadas y húmedas, el corazón en el grito. Quiero cerrar los ojos, pero no puedo. Noto la lluvia resbalar de mis párpados. Después vuelve el invierno.

La años continúan pasando mientras yo caigo indefinidamente. Asisto inmóvil al paso del tiempo sin grandes cambios en la ciudad y en sus gentes. La plaza en verano, antes rebosante de vendedores y payasos, está ahora llena de automóviles y de humo. Las personas caminan con rapidez, sin apenas saludarse, esquivando los vehículos y desapareciendo por la diferentes bocacalles de la caótica plaza. Las hijas y nietas de mi amiga la paloma continúan visitándome, son mi única compañía y por eso tolero que sus defecaciones empiecen a corroer el latón de mi uniforme.Y continúo cayendo, con el brazo estirado y rígido, con la herida en el pecho sangrando estaño. Hace ya tanto tiempo que caigo...

Esta noche los tanques han entrado en la ciudad. Los engranajes hacen saltar chispas de los adoquines. En el sepulcral silencio el ruido de las orugas me recuerda las salvas de metralleta que nos peinaban en aquellas heladas noches en la trinchera cuando, locos de hambre y frío, los italianos disparaban aterrorizados a la niebla. Dos tanques se detienen a mis pies, los otros tres continúan hacia la calle mayor en dirección al ayuntamiento. Después vuelve el silencio.

Las horas pasan. De vez en cuando oigo la estática de una radio que proviene de dentro de uno de los tanques. No se ve un alma y todos los edificios están a oscuras. La única luz proviene de las débiles farolas que iluminan el contorno de la plaza.

Por fin, cuando apenas queda una hora para que salga el sol, se enciende una luz en un balcón de la plaza. Tras unos segundos, se oye el ruido de una puerta abriéndose bajo el pórtico sur de la plaza. Se encienden más luces y empiezan a oírse pasos. Un grupo de personas entran en la plaza. Son gente de la ciudad, que se acercan con miedo pero sin vacilar a los tanques. De pronto se escucha la maquinaria de uno de ellos ponerse en movimiento y la torreta gira hasta encañonar al grupo que se para en seco. Algunas personas en la retaguardia comienzan a retroceder y un par de ellas salen corriendo. Pero uno de ellos se adelanta al resto y se queda a escasos metros de la boca del cañón. La tensión agarrota mis músculos de bronce, su cara me resulta familiar. Los segundos pasan y nadie se mueve. Yo, que he visto T-34s hacer jirones los cuerpos de infelices como él, no puedo evitar sentir una cierta simpatía por este hombre, por este niño. Entonces abre los brazos, las manos abiertas y las palmas ligeramente hacia arriba. Parece que esté desafiando a la mole de metal, pero sus ojos tienen una mirada diferente. Transmiten esperanza y futuro. Están ofreciendo una nueva oportunidad. En ese momento, se abre la escotilla y de la enorme bestia de guerra asoma un soldado. Desde su atalaya observa al hombre. No le puedo ver la cara pero sé que ambos se miran intensamente, de igual a igual. El soldado se aúpa sobre la escotilla y baja del tanque. El sonido de sus pasos es lo único que se oye mientras se acerca al hombre. Se para a un metro de él y estira el brazo. Las manos se encuentran y ambos se abrazan como viejos camaradas. El abrazo descarga las gargantas del grupo que espera a la entrada de la plaza. Los gritos de júbilo empiezan a oírse por toda la ciudad. Los soldados salen poco a poco de los tanques y se unen al gentío. Hay abrazos, las mujeres les besan en las mejillas, algunos incluso lloran.

La fiesta continúa hasta que sale el sol y durante todo el día. Hoy nadie trabaja. La gente se reúne en corros en la plaza y hablan y hablan. Algunos tienen los ojos vidriosos, las mujeres se llevan las manos a la boca, los hombres se atropellan explicando las últimas noticias. En la capital, en el este, dicen que en todo el país está pasando lo mismo.

Cuando cae la noche un grupo de jóvenes empieza a formarse en una de las entradas de la plaza. Los pocos que aún no se han recogido en casa los ven acercarse decididos hacia mí. Por la calle mayor entra un coche que se para junto al grupo. Rápidamente un par de ellos atan un cabo de una cuerda al chasis del automóvil mientras otro sube a mi pedestal. Entonces le lanzan el otro cabo. Está liado en forma de soga. Me lo pasa por la cabeza y la apreta alrededor de los hombros antes de saltar sobre los adoquines. El conductor pisa varias veces el acelerador y el aire se llena de humo. Sus compañeros empiezan a vitorear. Desde algunos grupos que quedan en la plaza se oyen gritos de ánimo. Entonces el conductor embraga el motor y la cuerda se tensa. Pero el golpe es demasiado duro y el coche se cala. El joven al volante maldice mientras algunos de sus compañeros ríen. Rápidamente vuelve a arrancar el coche y, poco a poco ahora, empieza a acelerar. Los gritos de la gente crecen en intensidad. Noto la potencia del motor en mi cuerpo. La cuerda vibra con la tensión. Parece que se va a romper en cualquier momento. Entonces se oye un quejido. Tardo en darme cuenta que soy yo. Tengo una herida a la altura de los tobillos y el metal empieza a ceder gritando de dolor. Los compañeros del conductor saltan como locos y le hacen aspavientos para que de más gas. Animado, el conductor acelera un poco más y mis piernas se quiebran. Veo como cambia mi perspectiva. El suelo empedrado de la plaza cae hacia mi. Veo mi brazo estirado hacia adelante para evitar el golpe.

Entonces, por fin, acabo de caer.

Sent by Xose Sent by Xose on 01/25/2005 at 23:10 GMT | read 100 times
Comments

Ya lo sé... me ha salido aceleradísima. Las frases cortas y las yuxtaposiciones supongo que tendrán algo que ver. Creo que como esqueleto de una historia más larga no está mal pero llevo varias semanas encallado en esto y tenía que publicarlo ya. Más adelante quién sabe. De momento no dudéis en dar vuestra opinión. Gracias

Comentario Sent by Xose on 01/25/2005 at 23:13 GMT

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Comentario Sent by unarmanetle on 09/28/2008 at 21:52 GMT
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