Cuentos - El mosaico de lagartijas
para Álex y Sílvia
Lo primero que oye al despertar es su propio gemido. Se ha dormido como siempre: de cualquier manera. Intenta abrir los ojos, pero éstos parece que huyen de la luz artificial del laboratorio tratando de esconderse tras los párpados. Cuando consigue formar una imagen lo único que ve es una pila de libros y folios en precario equilibrio. Hojas sueltas cuelgan aprisionadas entre gruesos volúmenes de psicología, física y programación. Cuando pretende levantarse el brazo izquierdo no le responde. Ha dormido sobre él, estrangulándolo contra el canto de la mesa, y la falta de sangre ha adormecido sus sentidos. Con ayuda del codo derecho se yergue sobre la silla notando dolorosamente cada nudo de su espalda. Se arquea hacia los lados para desprenderse del estupor de los músculos mientras examina su brazo dormido. Tiene una marca profunda en el antebrazo izquierdo y la carne blanquecina en las manos, en unos segundos todo el brazo le empezará a hormiguear de mala manera. Se reclina sobre el respaldo de la silla estirando los brazos y la espalda mientras bosteza hasta que los ojos le lloran. De pronto parece recordar algo importante e inmediatamente mira al monitor. No hay imagen pero la luz de encendido parpadea indicando que la pantalla se encuentra en modo de ahorro de energía. Mueve el ratón y oye el ligero zumbido de la estática mientras se forma la imagen del escritorio. En él, dentro de una negra y solitaria ventana de consola, un pequeño carácter en movimiento indica que el proceso sigue en espera.
Hace meses que trabaja en este proyecto. Meses que no sale del laboratorio de la facultad excepto para ir a casa a dormir un par de horas y a menudo ni siquiera eso. Ha pasado innumerables noches en vela, delante del monitor, mientras su cerebro entra en periodos de actividad enfermiza que le consumen las horas. Durante esos periodos tan solo los dedos responden a las ordenes de su mente, bailando como posesos sobre el teclado, escribiendo código a una velocidad que obliga a los ojos a pasearse frenéticos por la pantalla mientras el cerebro vuela planeando nuevos componentes, modificando propiedades y métodos, refactorizando rutinas o estableciendo herencias. Come a deshoras y mal. Su estómago parece haberse acostumbrado a la inconsciente dieta de su dueño, tan solo la taza del water le recuerda que quizá debiera comer más sólido más a menudo. A veces ha sido vagamente consciente de haber hablado con alguien sin ser capaz de decir si había sido hace un momento o el día anterior. Los dedos, especializados en el piano de 102 teclas, se muestran torpes y dolorosos cuando remueve el azúcar del café o intenta desabrocharse los botones de la camisa antes de caer a plomo sobre la cama.
En este tiempo, las conversaciones con su jefe de proyecto habían ido variando desde el escepticismo inicial por su teoría, a la preocupación por su salud. Pero en las últimas semanas los diálogos se habían convertido en monólogos, donde su superior hablaba y él era incapaz de mantener la suficiente atención en lo que le decía. Las dos últimas habían acabado en broncas y amenazas de retirarle la beca. Su respuesta a la presión había sido encerrarse más en su proyecto. Prácticamente no recordaba la última vez que había pasado por casa. Había respondido a su jefe a su manera, tirando miles de líneas de código por cada palabra suya. Desarrollando nuevas hipótesis más allá de la teoría que, sin tiempo para utilizar la notación correcta, implementaba directamente sobre la máquina.
Con la vista perdida más allá de la pantalla vuelven a su memoria imágenes de los últimos días. El momento en mayúsculas fue hace una semana. Todos los componentes estaban acabados y habían pasado correctamente las miles de unidades de prueba que había desarrollado en paralelo. Los últimos meses de su vida se reducían a un ENTER. Tardó un buen rato en pulsar esa tecla, hipnotizado por el movimiento del cursor en la pantalla, haciendo acopio del valor suficiente, hasta que por fin el dedo cayó sobre el teclado. Y no pasó lo que tenía que haber pasado. Los procesos de inicialización arrancaron correctamente, éstos a su vez iniciaron los sistemas básicos. Uno a uno los diferentes módulos respondieron a la llamada con un OK verde fosforito. Los subsistemas lógicos, semánticos y sensoriales informaron de que sus conexiones funcionaban correctamente. Algunos de ellos empezaron a enviar mensajes, tímidos "holas" que no obtenían respuesta. Poco a poco los canales de comunicación entre procesos enmudecieron. Después los sistemas de mantenimiento se desconectaron por inactividad y todos los procesos, aislados los unos de los otros, fueron cayendo.
Apretando los dientes se levanta de la silla y va la "nevera". Así es como llama al armario metálico donde se encuentra su especial ordenador: tres rack con un total de treinta servidores Xeon biprocesador en placa. Por supuesto existen ordenadores mucho más potentes en el mundo, pero éste tiene una dedicación exclusiva, una razón de ser. A semejante cerebro hay que sumarle sesenta gigabytes de RAM y dos unidades en RAID de dos terabytes de capacidad que hacen de memoria de la máquina. Finos hilos en manojos de fibra óptica comunican los componentes entre ellos. En realidad el ordenador en sí se extiende por toda la habitación, con múltiples sensores para captar las variables de entorno y el movimiento dentro del laboratorio. Al repositorio de datos locales, llena de modelos de correlación e información sobre semántica y estructuras lingüísticas, hay que añadirle el acceso a bases de datos distribuidas a través de la conexión T3 de la que disfruta la Universidad. A través de ella el sistema tiene acceso a una gigantesca cantidad de información. En su día estuvo orgulloso de tener semejante máquina a su disposición, hoy es diferente, es algo más. Con las manos en los riñones mira el interior del armario, donde decenas de pequeños LEDs de colores parpadean sobre las placas.
Ni siquiera ahora es consciente del tiempo que ha pasado desde aquel día. Si lo pudiera medir de alguna manera seguramente lo haría en pulsaciones sobre el teclado. Cientos de pruebas han consumido la última semana. Ha repasado letra a letra todo el código, ha programado nuevas unidades de prueba para asegurar que las rutinas, individualmente, hacen lo que se pretende de ellas, ha programado componentes que hacen las veces de catalizadores, en un intento de conseguir que el sistema diese, por fin, señales de vida. Pero el resultado siempre ha sido el mismo: los componentes se inician, esperan y se terminan, mostrando al final un carácter en movimiento: vertical, diagonal, horizontal, diagonal, vertical, diagonal,? Exactamente igual que ahora.
Esta noche de sueño derrotado le ha convencido para salir unos minutos del laboratorio. Coge la chaqueta del colgador y mientras se la pone su nariz le informa de que hace días que no se lava. Su ropa está en un estado lamentable, toda arrugada y con una mancha de algún líquido en la pernera derecha del pantalón. Antes de salir busca entre los papeles del escritorio las llaves del laboratorio y de paso consigue rebañar unas monedas sueltas. Fuera el día es gris, ha estado lloviendo y aún caen algunas gotas, pero coger un paraguas hubiera sido pedir demasiado.
Cruza el campus con las manos en los bolsillos y a paso rápido, hundiendo los zapatos en los pequeños charcos que se han formado. El suelo de adoquín es muy resbaladizo cuando se moja por lo que cambia de dirección para llegar a la zona pavimentada con granos de piedra de color rojizo. Hay algunos árboles por el paseo, principalmente tilos de piel oscura, distribuidos aleatoriamente para dar una sensación más natural. El campus está prácticamente vacío, ya debe haber comenzado la primera clase de la mañana y los pocos se cruza, paraguas en mano, llevan la prisa de quien llega tarde. Mientras tanto él intenta ponerse a cubierto de la llovizna arrimándose a la pared de obra del edificio de Telecomunicaciones. Pasa junto a un grafitti que simula de una manera asombrosa un mosaico del que intentan escapar tres lagartijas. Uno de los animales está completamente dibujado, con la piel escarlata y brillante. Se arrastra tortuosamente sobre la pared encarándose a un segundo lagarto que parece salir del mosaico: la cabeza y el cuerpo aparentan ser reales, las piernas y la cola se encuentran atrapadas en los fragmentos del ladrillo. El tercer reptil es tan solo un proyecto fraccionado en pequeños trozos de colores verdosos.
Tras cruzar la plaza central del campus se para delante de la librería del centro de estudiantes. Quizá leer el periódico consiga distraer su cerebro durante unos minutos. Entra y se dirige a la sección de prensa pasando por delante de los estantes con cientos de revistas y fascículos pulcramente ordenados. Tiene que esquivar a un par de estudiantes que ojean las portadas antes de llegar a la mareante oferta de periódicos. Acostumbraba a tener un periódico, aquel que se coge por defecto. No había sido el mismo toda su vida pero ahora que mira la portada de los diferentes diarios no es capaz de reconocer ninguno de ellos. Todos hablan de las mismas cosas, informaciones sin aparente sentido para él, gente de la que no ha oído hablar jamás. Intentando no equivocarse coge el que cree que era su periódico hasta hace unos meses, mete la mano en el bolsillo y saca la calderilla. Se dirige al mostrador donde se encuentra la dependienta y mientras tiende la mano hacia ella dejando caer en su palma las monedas se fija que en su camisa de rallas cuelga una tarjeta. ?Sonia. Comercial?.
Con los ojos fijos en su nombre oye como la dependienta le dice algo sobre el precio. Levanta la vista y mientras enfoca intenta descifrar lo que le está diciendo. Parece que no le ha dado suficiente. Pero ya no tiene tiempo de seguir pensando en lo que ella intenta decirle. Su mirada se queda clavada en los labios de la chica. Levemente sonrojados y carnosos, se fija en los múltiples cauces que los cruzan en vertical, todos ellos diferentes. Reconoce algunos más profundos y otros que tan solo son arrugas. Algunos se hunden hasta difuminarse en el rojo ligeramente más morado del interior de la boca, otros simplemente aparecen y desaparecen con sus palabras. Sin ni siquiera preocuparse por la cada vez más incomodada dependienta, traza ensimismado la ligera discontinuidad donde el labio acaba en piel. Más allá un fino vello, imperceptible si no fuera por el reflejo de las luces, siembra la barbilla y el bigote, punteado aquí y allá por unas pocas pecas.
Aturdido, con el cerebro hirviendo de ideas, da un paso atrás chocando con un chico que hacía cola. Se disculpa si palabras, levantando ligeramente la mano. Ve como la dependienta hace amago de seguirle mientras sale de la librería aún sin dejar de mirarla. Ella parece pensar si irle detrás o pedir ayuda a seguridad y eso la distrae el tiempo suficiente como para dejarlo estar. Un periódico no vale la pena una escena con alguien que no parece estar del todo cuerdo.
A él no parece importarle que las gotas de lluvia mojen el papel de celulosa del diario, haciendo correr la tinta. Corre por el medio del paseo, pisando la tierra húmeda de los tilos. Resbala y cae sobre el brazo derecho, golpeándose el codo contra los adoquines de granito. Sin importarle el roto de la camisa ni el escozor de la sangre se levanta y sigue corriendo hacia el laboratorio. En su mente un único pensamiento: está convencido de que aún no ha llegado al punto crítico. Ese punto que predice la teoría a partir del cual el sistema tiene suficiente masa como para tener inteligencia, como para tener vida. No hay nada ajeno a los millones de conexiones eléctricas, a los millones de cálculos básicos que se realizan en los millones y millones de transistores del ordenador cada segundo. Simplemente aún no tiene suficiente información, el sistema aún no es suficientemente complejo. No le asusta la idea del inmenso trabajo que tiene por delante. Tan solo espera ansiosamente el momento en que su teoría se demuestre. Cuando de entre los fragmentos de código surja un pensamiento nuevo, una idea autogenerada. El momento en el que haya codificado el alma de un ser inteligente. El momento en el que alguien, desde dentro de la "nevera", le responda con un "Hola, buenos días".
Xóse!!! Mil gracias por dedicarme esta preciosa historia!!! No había tenido tiempo de escribirte un comentario, ya sabes lo muy atareado que estoy estos últimos días con mi proyecto de renacimiento personal.
Me parece una historia fantástica, expresa de manera muy exacta y poética a la vez la soledad del personaje, y su viaje, que parece irreversible, hacia el aislamiento y la locura.
Cuando leí el título y el resumen de la historia , pensé automáticamente, en fracciones de segundo, en M.C. Escher, concretamente en uno de sus cuadros. Si publicas en papel esta historia, la ilustración de portada podría ser esta: http://gallery.phlipped.co.uk/backgrounds/escher?full=1
Un abrazo!
Buenas Álex. Gracias por el comentario!
Lo cierto es que no conocía el cuadro de Escher, pero después de ver la imagen me cuadran unas cuantas cosas. El párrafo de descripción del mosaico de lagartijas está inspirado en un grafitti que hay en la calle Enteça de Barcelona, esquina Déu i Mata. Aquí tienes un enlace a una fotografía del grafitti (tomada con el móvil, un día me acercaré a hacerle una de más resolución con la cámara): http://www.eldiariblau.net/edb/uploads/los_3_lagartos.jpg
Ep! Aún nos debes una cena en el ?Out of China? ;^)