El maquinista - El Club Social de Hombres
- Me huele que hoy es martes.- Con estas palabras había recibido Don Joaquín a Eladio esa tarde. Tan solo Antonio, que estaba sentado mirando hacia la puerta, rió la gracia del banquero. Por supuesto Eladio ignoró completamente el comentario de Don Joaquín. Se sentó con parsimonia y no sin dificultad en uno de los altos taburetes de la barra y esperó a que Sebas le sirviese su copa de anís.
Todos los martes, el día que el tren llegaba al pueblo, muy tarde, cuando Sebas estaba a punto de cerrar y los pocos jugadores que aún quedaban cantaban las últimas figuras de la noche, Eladio venía a tomarse dos dedos de anís al Club Social de Hombres. Era una figura desastrada y grasienta, a su alrededor el aire se impregnaba de bencina y los pocos que se acercaban a la barra torcían el gesto sin importarles su presencia, ridiculizando e ignorando a un tiempo.
Esa tarde de martes en concreto había sido especialmente larga y espesa, y para Don Joaquín además desastrosa en el juego. Contemplaba la indiferencia de Eladio aplastando la punta del puro entre los dientes mientras sus dedos jugaban con las pocas monedas que aún le quedaban. El jerez le hacía entornar ligeramente los ojos para fijar la redonda y sucia figura del maquinista a través de la espesa bruma que había ido llenando el salón, escapando de los cigarros como el alma que huye del cuerpo.
- ¡Sebas! - gritó el banquero sin dejar de mirar a Eladio. - ¿No estaba reservado el derecho de admisión en el Club?
Pocas personas en el pueblo conocían a Eladio y aún menos le habían tratado. Tan solo Sebas "el corto", el barman del Club Social de Hombres, intercambiaba monosílabos con él de tanto en tanto. No se podía decir que tuviera afecto por él, pero el pobre hombre no se merecía el desprecio de Don Joaquín, quien trataba todo y a todos en el pueblo como si fueran de su propiedad. Así que continuó secando las copas, como si el comentario no fuera con él.
Eladio levantó la copa de anís de la barra, con la vista fija en las botellas de licor bajo el mural de espejo que cubría la pared, en el que se reflejaban las luces del salón. Se acercó la copa hasta rozar con los labios el cristal e inspiró suavemente, como dejando que el licor se mezclase con su respiración. Después acabó de levantar la copa y dejó entrar el licor en su boca, notando como su fuerte aroma le empapaba por dentro.
- Mirad como se hace el sordo. - dijo Don Joaquín levantando ligeramente la cabeza y apuntando a Eladio con la barbilla. - Aunque quizá no se lo haga. Seguro que tiene los oídos tan llenos de grasa como su pantalón. - Mientras hablaba el puro se movía arriba y abajo entre sus dientes. El resto de los jugadores contestaron con risas la broma de Don Joaquín.
- En el próximo tren viene un inspector de la ciudad - dijo Eladio, justo antes de apurar el anís de la copa, dejándola después sobre la barra con un golpe seco pero no demasiado fuerte. El efecto de las palabras del maquinista en los hombres que se sentaban alrededor del tapete de juego fue fulminante. De pronto las cartas pasaron a ser meros trozos de cartón entre sus manos. Lentamente, Antonio, Eusebio, Don Joaquín y el Padre Fran, se buscaron las miradas y se vieron la mezcla de desasosiego y miedo que las palabras del maquinista habían provocado. El silencio se adueñó del salón.
- Supongo que querrán saber qué pasó con esos soldados que traje... - la voz del maquinista era grave, profunda. Salía de su boca e inundaba el salón, reverberando en las copas de los cuatro jugadores. Después de cada frase el silencio se antojaba más evidente, como si formara parte de la frase de Eladio.
Sebas se dio cuenta de que esa noche Eladio no era tan invisible como siempre, que los cuatro jugadores no se levantarían entre reniegos y carcajadas como todas las noches, ni saldrían por la puerta justo antes de que él apagase las luces. Tuvo la sensación lejana de que esa noche pasaría algo especial. Pero no tuvo tiempo de aprehender esa sensación, que se escabulló en su mente de la misma manera que el jabón con el que lavaba las copas se escurría entre sus manos.
El Padre Fran fue el primero en ponerse en pie y dirigirse hacia Eladio. A un par de pasos de Eladio se detuvo se arregló las arrugas de la sotana negra y se abrochó los dos botones superiores.
- Recuerdo a esos soldados. Del ejército nacional, ¿verdad? Buenos mozos. Tuve una pequeña conversación con el sargento. Un buen hombre, temeroso de Dios. Según creo emprendieron marcha hacia el sur buscando rediles de rebeldes republicanos. - dijo el párroco, despacio y con la frente fruncida como si hiciera un esfuerzo por recordar.
Eladio apenas le miró de reojo por encima de la copa de anís que Sebas le había rellenado. El padre le miraba medio sonriendo, con una mirada que se podría decir beatífica si no fuera porque pertenecía a quien pertenecía.
- Hijo, por tus palabras intuyo que quieres decir algo que no dices. - dijo el párroco. – Supongo que si lo dices aquí y ahora, delante de nosotros, debe ser por algún motivo, ¿cierto? – Eladio continuaba sin soltar prenda, mirando la copa de anís mientras con la mano la hacía oscilar sobre la base.
- Padre, no quiero parecer irrespetuoso, pero usted ya sabe de que le hablo. Es usted tan responsable como ellos. – Dijo Eladio, todavía jugando con la copa.
- ¡Ya está bien! – El grito de Don Joaquín sorprendió a todos. El banquero se levantó de la silla encolerizado y rodeó la mesa con pasos rápidos, apoyándose con fuerza en el hombre de Eusebio, evitando que el alguacil se levantase. - ¿Quién cojones se ha creído que es este apestoso para hablarnos así? – Eladio miraba a Don Joaquín por encima del hombro del párroco, que se había vuelta e intentaba retener al banquero.
A Sebas la reacción de Don Joaquín le pilló desprevenido. Casi deja caer la copa que estaba secando con un paño. Jamás le había oído hablar de esa manera. Era algo tan completamente ajeno a la personalidad del banquero que si hubiera tenido un poco más de tiempo para pensárselo no habría dudado en desaparecer discretamente y dejarles hacer. Pero la acción continuaba. El Padre Fran intentaba no con demasiado éxito apartar al hombre.- ¡Don Joaquín! ¡Cálmese! – pero las manos del banquero se cerraban como zarpas sobre el grasiento mono de Eladio.
Eusebio, que había intentado levantarse en un primer momento y se había visto impedido por el peso de Don Joaquín sobre su hombro llegó justo a tiempo de retenerlo por los hombros. Aún luchó durante unos segundos pero poco a poco el forcejeo de Don Joaquín fue cediendo y cuando por fin Eusebio estuvo seguro de poder dejarle ir, el banquero levantó los brazos, bufó un par de veces y se arregló el cuello de la chaqueta mientras no dejaba de taladrar a Eladio con la mirada, con el padre Fran interponiéndose entre los dos.
- Tienes las horas contadas, maquinista.- dijo el banquero, señalando con un dedo a Eladio. Se buscó en los bolsillos de la chaqueta el puro que había caído durante la refriega y rabioso y frustrado se dirigió a la puerta y con un golpe la abrió y salió del Club Social de Hombres, seguido al poco de Eusebio.
El padre entonces se giró hacia Eladio y arreglándose un poco la sotana le dijo: - Deberías saber que es mejor dejar las cosas como están. Nadie gana nada montando estos numeritos.
- Padre, usted lo sabe tan bien como yo.